Yukio Mishima
Cuando pienso en mis últimos veinticinco años me maravillo de cuán vacíos han sido. No puedo decir que realmente he “vivido”. Sólo los atravesé tapándome la nariz.
Aquello que odiaba hace veinticinco años continúa sobreviviendo con obstinación, si bien bajo formas levemente distintas. No sólo sobrevivió sino que se propagó y se infi ltró con enorme virulencia en todo Japón. Se trata del terrible virus de la democracia de posguerra y de la hipocresía que generó.
Yo alimentaba la esperanza de que las hipocresías y los engaños desaparecieran con el fi nal de la ocupación norteamericana, pero fue sólo una ilusión. Por el contrario, sorprendentemente, los japoneses han elegido convertirlos en parte de su naturaleza y los han introducido en la política, la economía, la sociedad y hasta en la cultura.
Desde 1945 hasta 1957 se pensó que yo era un tranquilo partidario del “arte por el arte”. Yo me limitaba a sonreír con desprecio. Un joven, en cierto modo frágil como era yo, no conocía otro medio para oponerse que sonreír con desprecio. Luego comencé a sentir que debía luchar precisamente contra mis sonrisas irónicas, contra mi cinismo.
En estos veinticinco años los conocimientos sólo me dieron infelicidad. Todas mis alegrías surgieron de otra fuente. Es verdad que continué escribiendo novelas. Y también numerosas obras teatrales. Pero para un autor acumular escritos equivale a acumular excrementos. La literatura no me ha ayudado en absoluto a ser más sabio. Y ni siquiera a transformarme en un maravilloso idiota.
En cierto modo, tengo el orgullo de haber mantenido durante estos veinticinco años cierta pureza ideológica, aunque en el fondo no puedo considerarlo un gran mérito. No sufrí la prisión, no derramé mi sangre para conservarme fi el a mis ideas. Y, por otra parte, mi negación a traicionarlas puede ser una prueba de cierta testarudez un poco obtusa más que la demostración de una dúctil y sutil sensibilidad. Un examen más profundo pondría de manifi esto mi carencia de “tenacidad viril”. Pero en el fondo todo ello no tiene la menor importancia.
La pregunta que me obsesiona es si he cumplido lo que había prometido. No hay duda de que con mi negación y mi crítica he prometido algo. No soy un político, y mantener la palabra empeñada no signifi ca para mí procurar a alguien ventajas reales; sin embargo, estoy obsesionado día y noche por la sensación de no haber cumplido aún una promesa más necesaria e importante que las de los políticos. En algunas ocasiones me sentí tentado por la idea de sacrifi car incluso la literatura con tal de cumplir esa promesa. Tal vez sea un refl ejo de “orgullo viril”, pero no hay duda de que el haber vivido tranquilamente durante estos veinticinco años de democracia, obteniendo ventajas de ella a pesar de mi desaprobación, hiere mi espíritu desde hace largo tiempo.
Volviendo a mi problema individual, en estos veinticinco años he seguido un plan bastante extraño, que por otra parte no ha sido sufi cientemente comprendido. No me importa, dado que no lo emprendí para obtener comprensión. Mi proyecto era conceder el mismo valor a mi cuerpo y a mi espíritu y ofrecer una demostración práctica de ello, destruyendo así de raíz las ilusiones del modernismo literario.
Es un antiguo sueño mío fundir, mediante un acto de voluntad, los extremados contrastes de la fragilidad del cuerpo y de la fuerza de la literatura, de la debilidad de la literatura y de la solidez del cuerpo: una empresa probablemente jamás intentada ni siquiera por los escritores europeos, y cuyo cumplimiento me habría permitido, como escribió Baudelaire, “ser el verdugo y el ajusticiado”. La época moderna comenzó tal vez cuando en la distancia entre el objeto y el sujeto se descubrió la soledad y el perverso orgullo del artista. Pero este signifi cado de “moderno” puede aplicarse también al mundo antiguo, a poetas como Otomo no Yakamochi1 y a autores trágicos como Eurípides.
Durante estos veinticinco años he encontrado muchos amigos y perdido otros tantos. La responsabilidad de ello debo atribuírsela únicamente a mi egoísmo. No busco la virtud de la tolerancia y por ello tendré el mismo destino que Akinari Ueda2 y Gennai Hiraga3.
A menudo me pregunto cómo, a pesar de ser más bien rudo y bastante oscuro, no logro alcanzar el estado del “placer vulgar”. No amo mucho la vida. A no ser que luchar continuamente contra los molinos de viento signifi que amar la vida.
En estos veinticinco años he perdido una por una todas mis esperanzas, y ahora que me parece haber llegado al fi nal de mi viaje estoy asombrado por el inmenso derroche de energía que he dedicado a esperanzas totalmente vacuas y vulgares. Si hubiese concentrado la misma energía en desesperar, tal vez habría obtenido algo más.
No puedo continuar alimentando esperanzas para el Japón futuro. Cada vez crece más en mí la certeza de que, si nada cambia, “Japón” está destinado a desaparecer. En su lugar quedará, en una punta del Asia extremo-oriental, un gran país productor, inorgánico, vacío, neutral y neutro, próspero y cauto. Con los que consideran que ello puede ser tolerable, prefi ero ni siquiera hablar.
MISHIMA YUKIO / http://www.facebook.com/notes/mishima-yukio/art%C3%ADculo-publicado-en-el-diario-sankei-el-7-de-julio-de-1970/36613574327
Cuando pienso en mis últimos veinticinco años me maravillo de cuán vacíos han sido. No puedo decir que realmente he “vivido”. Sólo los atravesé tapándome la nariz.
Aquello que odiaba hace veinticinco años continúa sobreviviendo con obstinación, si bien bajo formas levemente distintas. No sólo sobrevivió sino que se propagó y se infi ltró con enorme virulencia en todo Japón. Se trata del terrible virus de la democracia de posguerra y de la hipocresía que generó.
Yo alimentaba la esperanza de que las hipocresías y los engaños desaparecieran con el fi nal de la ocupación norteamericana, pero fue sólo una ilusión. Por el contrario, sorprendentemente, los japoneses han elegido convertirlos en parte de su naturaleza y los han introducido en la política, la economía, la sociedad y hasta en la cultura.
Desde 1945 hasta 1957 se pensó que yo era un tranquilo partidario del “arte por el arte”. Yo me limitaba a sonreír con desprecio. Un joven, en cierto modo frágil como era yo, no conocía otro medio para oponerse que sonreír con desprecio. Luego comencé a sentir que debía luchar precisamente contra mis sonrisas irónicas, contra mi cinismo.
En estos veinticinco años los conocimientos sólo me dieron infelicidad. Todas mis alegrías surgieron de otra fuente. Es verdad que continué escribiendo novelas. Y también numerosas obras teatrales. Pero para un autor acumular escritos equivale a acumular excrementos. La literatura no me ha ayudado en absoluto a ser más sabio. Y ni siquiera a transformarme en un maravilloso idiota.
En cierto modo, tengo el orgullo de haber mantenido durante estos veinticinco años cierta pureza ideológica, aunque en el fondo no puedo considerarlo un gran mérito. No sufrí la prisión, no derramé mi sangre para conservarme fi el a mis ideas. Y, por otra parte, mi negación a traicionarlas puede ser una prueba de cierta testarudez un poco obtusa más que la demostración de una dúctil y sutil sensibilidad. Un examen más profundo pondría de manifi esto mi carencia de “tenacidad viril”. Pero en el fondo todo ello no tiene la menor importancia.
La pregunta que me obsesiona es si he cumplido lo que había prometido. No hay duda de que con mi negación y mi crítica he prometido algo. No soy un político, y mantener la palabra empeñada no signifi ca para mí procurar a alguien ventajas reales; sin embargo, estoy obsesionado día y noche por la sensación de no haber cumplido aún una promesa más necesaria e importante que las de los políticos. En algunas ocasiones me sentí tentado por la idea de sacrifi car incluso la literatura con tal de cumplir esa promesa. Tal vez sea un refl ejo de “orgullo viril”, pero no hay duda de que el haber vivido tranquilamente durante estos veinticinco años de democracia, obteniendo ventajas de ella a pesar de mi desaprobación, hiere mi espíritu desde hace largo tiempo.
Volviendo a mi problema individual, en estos veinticinco años he seguido un plan bastante extraño, que por otra parte no ha sido sufi cientemente comprendido. No me importa, dado que no lo emprendí para obtener comprensión. Mi proyecto era conceder el mismo valor a mi cuerpo y a mi espíritu y ofrecer una demostración práctica de ello, destruyendo así de raíz las ilusiones del modernismo literario.
Es un antiguo sueño mío fundir, mediante un acto de voluntad, los extremados contrastes de la fragilidad del cuerpo y de la fuerza de la literatura, de la debilidad de la literatura y de la solidez del cuerpo: una empresa probablemente jamás intentada ni siquiera por los escritores europeos, y cuyo cumplimiento me habría permitido, como escribió Baudelaire, “ser el verdugo y el ajusticiado”. La época moderna comenzó tal vez cuando en la distancia entre el objeto y el sujeto se descubrió la soledad y el perverso orgullo del artista. Pero este signifi cado de “moderno” puede aplicarse también al mundo antiguo, a poetas como Otomo no Yakamochi1 y a autores trágicos como Eurípides.
Durante estos veinticinco años he encontrado muchos amigos y perdido otros tantos. La responsabilidad de ello debo atribuírsela únicamente a mi egoísmo. No busco la virtud de la tolerancia y por ello tendré el mismo destino que Akinari Ueda2 y Gennai Hiraga3.
A menudo me pregunto cómo, a pesar de ser más bien rudo y bastante oscuro, no logro alcanzar el estado del “placer vulgar”. No amo mucho la vida. A no ser que luchar continuamente contra los molinos de viento signifi que amar la vida.
En estos veinticinco años he perdido una por una todas mis esperanzas, y ahora que me parece haber llegado al fi nal de mi viaje estoy asombrado por el inmenso derroche de energía que he dedicado a esperanzas totalmente vacuas y vulgares. Si hubiese concentrado la misma energía en desesperar, tal vez habría obtenido algo más.
No puedo continuar alimentando esperanzas para el Japón futuro. Cada vez crece más en mí la certeza de que, si nada cambia, “Japón” está destinado a desaparecer. En su lugar quedará, en una punta del Asia extremo-oriental, un gran país productor, inorgánico, vacío, neutral y neutro, próspero y cauto. Con los que consideran que ello puede ser tolerable, prefi ero ni siquiera hablar.
MISHIMA YUKIO / http://www.facebook.com/notes/mishima-yukio/art%C3%ADculo-publicado-en-el-diario-sankei-el-7-de-julio-de-1970/36613574327
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